Llegó la hora
Llegó la hora.
Al menos, eso creo. El martillo ha sonado. El público me abuchea. Las esposas
me escuecen. El grito de “culpable” aún se oye en el aire. Para colmo, los
guardias se ríen de mí. Sí, creo que llegó la hora. Mi nombre saldrá mañana en
los periódicos. Pero ese nombre no me importa. Quizás ya nada me importe.
Salvo, claro, Todos Ellos…
Es bastante
triste. Ya hace 30 años que empecé todo esto de la delincuencia. Y la pena de
muerte, ya dictada, me va a caer por un crimen que no he cometido. No es justo.
Pero la vida no es justa, decía Mamá. Que tiempos, Mamá…
1980… Mamá
cumplía medio siglo… Fuimos a cenar, la familia entera cogida de la mano, es
decir, cogidos de la mano Mamá y yo. A pesar de ser una pequeña familia, éramos
la mayor familia que había conocido, y por la que hubiera dado todo lo que
pudiera dar en el mundo. ¿Por qué, entonces, no di todo lo que pudiera dar en
el mundo por Mamá? ¿Por qué dejé que Mamá fuese atropellada? ¿Por qué no la
llevé al hospital corriendo, en vez de llorar tendido en la calle mientras su
voz se apagaba? Un niño, me dijeron en el hospital, un niño me dijeron que era,
que no era culpa mía. Pensaba para mis adentros: solo Mamá podía decirme de
quién era la culpa, porque era la persona más sabia del mundo. Pero Mamá no
podría decirme nada… Te sigo echando de menos, Mamá. No como al Segundo Señor.
El Segundo Señor…
1984… 3 años en
el orfanato nunca consiguieron hacer de mí lo que Mamá sí hubiera conseguido hacer
de mí. No paraba de dar problemas y puñetazos, ni aprendía nada del profesor de
ciencias ni del de mates ni del de historia ni del de nada. Entonces, llegó el Segundo
Señor. El se llamaba a sí mismo el Señor, pero yo sabía y aún sé que el
verdadero Señor ya no vive en la Tierra, pero sí en nuestros corazones. El
Segundo Señor, pues, decidió que era hora de que “aprendiera modales”. Je.
Modales era decir Buenos Días en la panadería con Mamá o pedir disculpas al
hombre que golpeaba sin querer por la calle. Lo que el Segundo Señor entendía
por modales era lo que el resto del mundo entendía por tortura o infierno.
Después de cada sesión de “aprendizaje de modales”, no tenía fuerzas ni para
respirar. El curso de modales del Segundo Señor casi duró un año. Un año… Jamás
me lo he creído. Sigo pensando que el Segundo Señor podía parar el tiempo, para
darme más latigazos de los que cabían en un año. Un año. Ni el Segundo Señor se
creía esa mentira.
Lo que seguro
que no se creía el Segundo Señor, es que tuviera agallas para fugarme. La noche
de Todos los Santos, o “Halloween” como se empeñaba en decir la gente, pero
Mamá decía que era la noche de Todos los Santos, así que era la noche de Todos
los Santos, en cualquier caso, esa noche los temores del Segundo Señor se
hicieron realidad: un niño se había fugado. Pues vaya, pensé aquella noche de
Todos los Santos. No sé como el Segundo Señor pretendía mantenernos allí de por
vida. Su “Seguridad” se trataba de un par peligrosos pastores alemanes, pero para
todos los niños eran la viva imagen de la bondad, pues los niños trataban bien a
los perros y los perros trataban bien a los niños. Cuando me fugué, Mal movió
la cola mientras Vado bostezaba. También recuerdo las caras de los demás niños,
que me espiaban por la ventana. Creí que me denunciarían o llorarían, pero lo
único que vi eran caras alegres y lo único que oí fueron vitores y ánimos para que cumpliera mis
sueños. Mientras me despedía de unos chicos que quizás nunca salieran de allí,
quise intentar descubrir que era aquel lugar en el que tuve que vivir cuando no
hice nada para salvar a Mamá. Para el Segundo Señor, el orfanato era un hogar.
Yo sabía que era una prisión. Como aquella otra prisión en la que viví…
1988… No habían
pasado cuatro años desde que me escapé del orfanato del Segundo Señor. Pero ya
estaba enganchado a todo lo que se enganchaba un enclenque como yo que no encontraba trabajo y había escapado de
la cárcel del Segundo Señor en esa época. Lo que para mí antes era diversión,
ahora es droga. Lo que para mí antes era diversión, ahora es alcohol. Y lo que
para mí antes era diversión, ahora es delincuencia. Las drogas y el consumo
obsesivo de alcohol las dejé pasar hará 20 años. Pero nunca he parado de
ejercer el arte de la delincuencia. Debo perdonar al Señor, al Primero, claro,
pero es que aún me gusta la delincuencia. Empecé con el “tirón”, pasé a métodos
más sigilosos y empecé a conseguir alguna llave para atracar la vivienda
correspondiente. Pero mi suerte se truncó en el 88 con el Poli. El Poli era el
guardia urbano más gordo y patoso que haya visto en mi vida. La pena es que en
el 88 yo era aún más patoso que él, aunque puedo presumir que los malos hábitos
a los que me había enganchado me adelgazaron de forma considerable. El caso es
que un robo de coche a mediados de marzo salió lo que se dice no muy bien: la
palanqueta se atascó en la puerta del conductor, el ruido que hizo cuando la
partí en un intento de sacarla alertó al dueño del coche, y el ruido que el
dueño hizo a base de gritos de “¡Al ladrón!” terminaron atrayendo al Poli. A
pesar de ser gordo y patoso, tenía un oído muy fino ese Poli.
El
interrogatorio fue corto y el chequeo aún más, pues aparte de la ganzúa y la
bolsita de polvo blanco, esa bolsita que no tardaron en confiscar, mis únicas
pertenencias eran dos dólares con 12 centavos y una buena ración de polvo. Por
ser la primera vez, el alcaide decidió “una noche en prisión”. Aquella noche
interminable para un chaval que recién cumplía los dieciocho, para mí fue una
corta velada en el circo gracias al encargado de vigilancia de los prisioneros.
El Poli más que un Poli parecía un auténtico Payaso, y ya no solo por su enorme
panza o sus constantes tropiezos, sino porque parecía increíble que hubieran
concedido una placa a alguien con tan poca iniciativa. Toda la velada la pasó
recitando cómo su abu le contaba cuentos de polis y cacos de chico y de lo
orgullosa que se sentiría al saber que su nietecito era el Poli más apto de
toda la Nación. El más inepto, pensaba yo. Lo más gracioso, es que seguir con
la delincuencia se lo debo al Poli, pues sus lindos relatos de la infancia
contaban todos, y digo absolutamente todos los trucos y consejos criminales que
su abu le contaba en los cuentos de polis y cacos. Cuándo a la mañana siguiente
salí con una ficha policial a mi cargo, supe que lo que realmente debería hacer
en mi vida era dedicarme a lo que mejor sabía hacer, que para tristeza de Mamá
se trataba de la delincuencia. Recuerdo salir de prisión con la idea equivocada
de que la seguridad estaba confiado a miles de torpes y gordos como el Poli,
aunque con la experiencia descubriría que nada es lo que parece. Nada es lo que
parece. Como Colega…
1995… Había
dedicado muchos años a reírme de la seguridad burlando a sus empleados en todas
las situaciones que podía imaginar, aunque alguna que otra vez llené mi
historial con nuevas detenciones y períodos en prisión. En el verano del 95 fui
condenado a 15 años, ¡más de una década!, por el intento de allanamiento de
morada de un ricachón, de esas que daban buena pinta respecto a material de
robo. Daba todo por perdido cuando entré en mi celda, pero no pasó un minuto
hasta que el Poli, que vivía su último año de servicio, pues ya se jubilaba,
vino a llamarme: habían pagado mi fianza. Cuán grande sería mi sorpresa al
encontrarme a un señor muy bien vestido y con cara de buenazo hablando con el
alcaide tras haberle dado un buen fajo de billetes, con palabras demasiado
exquisitas para mi por aquel entonces lenguaje de calle. Me pidió que le acompañase
a su casa, aunque por el camino se negó a presentarme su nombre ni a explicarme
los motivos de mi liberación. Ya en su lujosa casa, una morada de ricachón de
esas que daban buena pinta respecto a material de robo, me instaló en un cuarto
de invitados, dejando allí mi ganzúa, mis 30 dólares con 98 centavos y mi
montón de polvo, pero ya no mi bolsita de polvo blanco, pues creo recordar
haber comentado que hace 20 años dejé esos malos vicios para centrarme de lleno
en el noble arte del robo y del atraco. Me acostó en una cama mullida y me
sirvió una cena que seguramente mis 30 dólares con 98 centavos no se podían
permitir, pero él insistió en que los gastos iban de su cuenta. Antes de cerrar
los ojos esa noche empecé a conocerlo para mis adentros como Colega.
Pasaron varias
semanas, durante las que gané varios kilos que me faltaban y durante las que me
olvidé de salir por la puerta a gastar el tiempo quitándoles el bolso a las
señoras despistadas que iban con su mascota de paseo. Mis preguntas acerca de Colega
crecían en mi mente, ya que aún no me había pedido el pago por ser su huésped
en el verano. Me extrañaba que nunca fuese a pedirme ni un adelanto por vivir
con él todo el año. Pero pronto se disiparon mis dudas, resueltas por un
acontecimiento totalmente inesperado… Una mañana de agosto alguien llamó a la
puerta. Colega estaba en la ducha, así que fui a abrir. Aunque el susto fue
emocionante, y aunque el Poli y todos los refuerzos me reconocieron, me
ignoraron y me comunicaron la búsqueda y captura de un traficante de esclavos.
Me reí, y les dije que en la casa sólo vivíamos Colega y yo, y que ninguno era
un traficante de esclavos ni nada parecido. El Poli sacó entonces un retrato
robot, aunque sigo creyendo que eso no era un retrato robot sino un dibujo en
un papel, al que identificó como el traficante. Les dije que estaban
equivocados, pues aquel dibujo era clavado a Colega, y como ya les había dicho
ni Colega ni yo éramos traficantes. Cual sería mi sorpresa al darme la vuelta y
verme de frente con Colega, aún mojado y tapado por una toalla, pero armado con
una pistola muy peligrosa. Nunca había vivido un tiroteo, y si pasé miedo
alguna vez en mi vida seguramente fue aquel día. Justo cuando creí que Colega
¿o ya no era Colega? me iba a matar, al grito de “¡Al suelo!” el Poli me empujó
para apartarme de su línea de tiro. Tirado en el suelo, empecé a oír los
disparos. La primera bala la recibió el Poli y éste se desplomó como el saco de
patatas que era. El resto de balas las recibió Colega por parte del resto de
policías. Ni el Poli ni Colega sobrevivieron, y no sé si me apenó más que aquel
saco de patatas al que tenía en tan baja consideración me salvase la vida o que
Colega que ya no era Colega estuviera planeando venderme como mano de obra sin
salario o incluso de atracción turística para la cual se había esforzado en
alimentarme de manera obsesiva. Supongo que eso me demostró que en la vida, que
no es justa como decía Mamá, no tienes posibilidad de confiar en nadie. Salvo,
por supuesto, en Ella…
2008… Casi me
había olvidado del sacrificio del Poli y de la traición de Colega… Seguía
enganchado a ese vicio de robar y atracar al que me había dedicado desde que
dejé mi estancia en la prisión del Segundo Señor. Y aún tenía otros vicios más
mundanos y humanos que abastecer. Pero una de esas veladas cambió mi vida. Fue
en Navidad… A mí Santa nunca me ha vuelto a visitar desde que Mamá fue
atropellada, porque al parecer vivir sin Mamá no merecía regalo alguno. A
partir de mi adolescencia yo empecé a gastarme los pocos dólares que “ganaba”
en veladas por Navidad. Ese año sólo tenía pasta para media hora. El dueño esa
vez, además, me dijo que mi regalo habitual me lo había robado otro cliente con
más dinero, así que me dio otra habitación y otro regalo. Cuando entré, no vi
ningún regalo. Sólo la vi a Ella.
No me lo podía
creer. Era tan hermosa… Me preguntaba por qué tenía que ejercer de mi regalo en
vez de tener estudios y carrera. Parecía muy sensata. Vino despacio, y me
preguntó cómo quería pasar la velada. Por primera vez en todas las Navidades
que pasaba pagando veladas, no quise empezar de golpe. Quise hablar. Aunque
Ella se sorprendió, aceptó mis ruegos. Fue el mejor regalo de toda mi vida. No
solo era hermosa y sensata, sino dulce y educada. Me dijo su nombre, aunque
siempre la recordaré como Ella. Sus padres la habían abandonado, su hermano
había sido asesinado y Ella no tuvo más remedio que ganarse la vida de mala
manera. Fue la segunda vez que lloré después de la muerte de Mamá. Me
enterneció demasiado… Hice una locura. Una locura de la que me siento
orgulloso. Le prometí que terminaría su trabajo, y que empezaría una nueva
vida. Salí de allí rápidamente y me pasé el año siguiente ahorrando el dinero
robado para comprar a Ella y sacarla de allí. Viví en la miseria, y para no
gastar en comida me alimenté de animales muertos y polvo. Pero el año duro dio
sus frutos. No me podía creer que el dueño de Ella aceptase el dinero. Ni Ella
tampoco. Me abrazó con euforia y, al
salir del establecimiento, me dio su primer beso. Hubiera pasado allí toda mi
vida, para no separarme de su beso.
A Ella no le
importaba tener que vivir en la calle o en sitios ilegales. Decía, con esa
vocecilla tan suave, “por una vez…”. Quizás fuera más de una vez. Pero daba
igual. De vez en cuando, en vez de dedicarnos a quitar carteras a chavales
ineptos, Ella actuaba o bailaba en la calle para ganar sueldo extra y para
sacarnos el lujo de una cena romántica o una habitación calentita. Realmente
puedo decir que la amaba tal y como era. Realmente puedo decir que sin Ella
hubiera sido mi fin. Y realmente así lo ha sido…
2014… Las flores
que había robado del parque eran preciosas y olían mejor. Las llevé al
apartamento que había conseguido alquilar por una noche, y abrí la puerta.
Esperaba encontrarme a Ella, con la cena que acababa de preparar pues se le
daba muy bien cocinar. Lo único que encontré fue el olor a muerte, y a mi amada
Ella, tendida en el suelo en un charco de sangre. Me arrodillé a su lado,
horrorizado, y en su mirada perdida pude recordar a Mamá agonizando aquel día
del 1980. A mis gritos de horror la ambulancia y la policía no tardaron en
aparecer en escena. Bajo el sonido de mis llantos pude oír como los polis me
pedían cortésmente que no moviera un músculo mientras me ponían las esposas y
me escoltaban al coche patrulla. Aunque quise preguntar la causa de mi
detención, preferí imaginar una mentira. En prisión concertaron mi juicio a los
dos meses, en abril. Estaba acusado de asesinar a Ella, por motivos que ni
recuerdo ni seguramente importan. La acusación iba a pedir la pena de muerte.
Ningún abogado quiso defenderme, y los pocos que se lo pensaron no fueron de
ayuda al percatarse de mi falta de fondos. Los dos meses hasta abril los pasé
en silencio, pensando en el asesino de Ella al que seguramente la policía nunca
detendría, pues el sospechoso más lógico era yo. Estúpidos. Me acordé del Poli,
e imaginé que a lo mejor él sí hubiera creído en mi inocencia. Quizás…
Esta mañana ha
comenzado el juicio. El rollo que echaba la acusación y lo patético de la
defensa que me había asignado me dieron sueño. No había dormido apenas durante
mi período en prisión. Apoyé la cabeza mientras esperaba el obvio resultado.
Pasó el tiempo… Y cuando he abierto los ojos, lo he sabido. Llegó la hora. Al
menos, eso creo. El martillo ha sonado. El público me abuchea. Las esposas me
escuecen. El grito de “culpable” aún se oye en el aire. Para colmo, los
guardias se ríen de mí. Sí, creo que llegó la hora. Mi nombre saldrá mañana en los
periódicos. Pero ese nombre no me importa. Quizás ya nada me importe. Salvo,
claro, Todos Ellos…
Mientras regreso
a mi celda hasta la cita concertada con la silla, me pregunto: ¿Realmente
merecía morir? No he matado a Ella, ni he matado a nadie. Pero no he sido
bueno. Para nada. Robos y robos y robos durante toda mi vida. 30 años de
delincuencia. Aunque no sea justo, pues la vida no es justa como decía Mamá, quizás
algún día tenía que pagar por todo. Y además, me alegro de que todo acabe. Aquí
no tengo que hacer nada. Nadie me va a echar de menos. Y si el Señor me
perdona, tendré una oportunidad de arreglarlo todo. Volveré a ver a Mamá, al
Poli… Veré al Segundo Señor y a Colega, que seguro que se han arrepentido de
sus actos y han sido perdonados también. Y veré a Ella. He sido malo. Pero
espero que Todos sepan perdonarme. Yo estoy arrepentido.
El
Lector Impasible
Espero que todos lo hayáis disfrutado. ¡Comentad y gracias!
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